La Ciudadela de Victoria o Rabat resume toda la isla, además de ser una atalaya desde la que puede contemplarse casi por completo. Allí se instalaron los primeros pobladores del archipiélago, de origen desconocido, que llegaron desde Sicilia, hace más de seis mil años. Ya era el centro neurálgico de la isla en el Neolítico; así, en la Edad de Bronce, hace casi tres mil años, fue fortificada, de modo que ya sintieron la necesidad de utilizar ese promontorio rocoso que domina el centro justo de la isla para vigilar y defenderse. Los fenicios, que aparecieron por aquí en el año 1000 a.C., la convirtieron en una acrópolis; griegos, cartagineses y, finalmente, los romanos, que convirtieron Gozo en una municipalidad privilegiada e independiente de Malta, la completaron, construyendo en el centro un templo a la diosa Juno sobre el que hoy se encuentra la Catedral de Gozo. Que presidiera la isla la diosa madre es congruente con otras teorías, algunas realmente esotéricas y absurdas, que relacionan los primeros cultos de la isla a diosas de una u otra clase. Lo cierto es que esta isla es, definitivamente, femenina: "gozosa" o "gozada" le vendrían mejor como nombres... si me permiten la broma.
En sus imponentes muros se puede ver la mano de los normandos, de los españoles -aragoneses, concretamente- y de la Orden de Malta, que la reconstruyó en el siglo XVI, después de mil y un saqueos por parte de los turcos y los piratas norteafricanos, pero en 1551 tuvo lugar la madre de todos los asedios, en la que los turcos consiguieron matar, de forma violenta o de hambre, a buena parte de los 5.000 gozitanos que entonces vivían en la isla y esclavizar al resto, dejando sólo a cuarenta ancianos y discapacitados que tardaron cincuenta años en rehacerse como pueblo -junto con los repobladores malteses y quienes, con los años, consiguieron volver- y en rehacer, con la ayuda de la Orden, la Ciudadela.
Hasta 1637 no se les fue el miedo del cuerpo y, cada noche, los isleños subían a la Ciudadela para dormir allí, a resguardo de quienes surcaran el mar nocturno con malas intenciones.
Hoy, recién restaurados los accesos por la Unión Europea, cuenta con un centro de visitantes. Su enorme puerta es la del túnel del tiempo. Las callejuelas giran en torno a la plaza de la Catedral, abrazándola entre muros enrejados que ascienden hasta la parte superior de la muralla, donde la vista se pierde por los valles y las suaves inclinaciones del relieve en las que se posan pueblecitos como de juguete, con sus casas bajas de piedra en torno a las altas cúpulas de sus iglesias.
Todo está ceñido por el mar y el cielo intensamente azul, durante el día, violeta y rojo al atardecer, recamado de estrellas en la noche, cuando el silencio deja oír el dolor que ha empapado esas piedras durante siglos; aunque también la esperanza: en la vieja prisión, por ejemplo, estuvo preso Jean de la Valette, que bien podría hablarnos de cómo se puede llegar a lo más bajo -fue sentenciado a pasar cuatro meses en un agujero cavado en una de esas celdas, por golpear a un sirviente- y ascender, desde allí, hasta lo más alto, la dignidad de Gran Canciller y el honor de dar su nombre a la capital de Malta, La Valetta.
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